"Me echan". "No me dejan seguir acá". "No puede ser, me dijeron que me tengo que ir". No recuerdo cómo fue la frase exacta. Solo lo recuerdo saliendo con la cara desencajada y los ojos rojos, en una pelea interna de si dar rienda suelta a las lágrimas o contenerse al menos hasta llegar al coche. A Pablo Guede, el héroe del ascenso a Segunda, le acababan de decir que no le iban a renovar, que tenía que dejar el Málaga. Ni siquiera he visto esa expresión en jugadores que perdieron una final de Champions. No le echaban, le arrancaban de la que ya era su casa. Le acababan de extirpar un trozo del corazón.
Ese fue el segundo gran recuerdo que tengo grabado de él. El primero fue cruzármelo en el pabellón deportivo de la UMA. La temporada en Segunda B estaba al rojo vivo y él se recuperaba en la piscina universitaria de una rotura fibrilar. "¿Cómo vas?", le pregunté. No entendí lo que me dijo. Pero se me quedaron grabados sus andares de antiguo sherif y ese tipo de chicle minúsculo que siempre solía mascar.
Luego llegó el milagro de Terrassa. Tiempo después, las colaboraciones que hacía con nosotros en el diario Málaga Hoy analizando fútbol. Acostumbrado a que los jugadores siempre eran reacios a hablar por teléfono con los periodistas, a Guede le tenía que colgar yo o me tenía dos horas al teléfono. Y en todos esos contextos, un denominador común: era un hombre que todo lo hacía desde el corazón. Sus mayores errores, de las cosas de las que más se arrepintió siempre, fueron palabras, acciones u omisiones que le movió a hacer su corazón.
En plena marejada con Natxo González, un compañero me preguntó que a quién me traería yo. "A Guede", contesté. Pero con la misma convicción con que uno dice que espera que le toque la lotería. Pero salió su número. Concretamente, en la pantalla de Manolo Gaspar. Y ahí está. Los más pipiolos hablan de 'La Guedeneta', porque es la expresión de moda. Pero este malagueño de Argentina va subido a su corazón. Que es justamente lo que necesitaba este vestuario. Tras la erosión con José Alberto López y la falta de alma con Natxo, el Málaga no necesitaba un entrenador, sino un motivador. Un agitador de conciencias. Un psicólogo. Un coach. Una transfusión de sangre en las botas. Un carácter fuerte. Un hombre capaz de contagiar su pasión. Un hombre que ha vertido lágrimas por esta camiseta.
Su buen arranque puede ser una anécdota o consecuencia de su llegada, ya veremos. Pero las puertas que un día le echaron se le han vuelto a abrir. Y su corazón vuelve a estar donde un día bombeó una y otra vez malaguismo. Por eso el Málaga, con mejores o peores resultados, volverá a latir. Y eso, en La Rosaleda, ya es mucho. En un club intervenido judicialmente, ya es hora de que intervenga un alma como la de Guede.